Introducción
Aún sin pretender que Jaime Culleré procura con esta obra un cambio total del paradigma historiográfico, y aunque recalquemos toda la originalidad de su pensamiento y sus concepciones, hemos de dedicar una sección entera a los desarrollos teóricos y metodológicos del historiador. La gran peculiaridad de Culleré nos parece caber, como lo mencionamos en la introducción, en dos bloques que son dedicarse a la historia de las formas culturales y preferir una visión del proceso a una del progreso.
La definición de la historia de la cultura es, pues, un paso importante para entender la obra del filósofo cordobés. Su artículo “La historia de la cultura como disciplina formativa” nos da excelentes pistas para esto, así como el de “Historia del arte e historia de la Cultura” que distingue esta disciplina innovadora de la de la historia del arte. Por más que Culleré no sea el inciador de esta corriente del pensamiento (hasta donde sepamos), da una visión original de su metodología: considerar los hechos históricos, grandes, pequeños e intermedios, en todos los ámbitos de la vida humana, como hechos culturales, enmarcados en visiones, cuadros teóricos y de creencias dados. Quizás sea por esta razón que la historia que propone el filósofo cordobés luzca y se sienta tan viva e implicativa, pues siempre contiene una serie de significados que pueden ser estudiados por el hermeneuta que asume ser el historiógrafo. No más una historia cuyas grandes fechas arman un cómputo místico en el universo para darle preeminencia a algún individuo y su ideología sino una observación antropológica, psicológica y hasta sociológica del proceso que estructura cualquier historia.
A parte de estas particularidades de la historia de la cultura, la deontología de Culleré se puede expresar en ciertas consignas: evitar la especulación post-histórica para vaticinar sobre el destino del proceso, sobre el desenlace de la historia es una de las más importantes. Si bien reconocemos el constante ahínco del filósofo por conservar su plácida continencia de historiador, en no pocas veces sentimos el peso de la desesperación y el espectro del pesimismo en sus conclusiones y juicios para la historia. Podríamos explicarlo partiendo de las mismas reflexiones del autor, considerando que
“el problema [de la decadencia de las sociedades] se ha impregnado de pesimismo, porque frecuentemente ha ocurrido que los que se han propuesto como tema para el análisis la decadencia han sido hijos o naturales de la sociedad decadente y el evento, de suyo a lamentar, influyó perceptiblemente en las ideas desarrolladas por quien era parte lastimada y juez a costa suya en el pleito. Ya sea porque la frustración derivada de la postergación de ambiciones largamente acariciadas, o bien porque se había operado el colapso de las construcciones teóricas cuya falencia arrastraba al cuerpo de la sociedad y al intérprete de la misma en trance declinante.” (“Spengler y la Europa actual” p. 166)
Asimismo, atenerse a un estricto realismo, sin amargura ni ensalzamiento, para dar una imagen exacta, sagaz e inteligente de los entretejidos de la historia universal. Preferir una visión de conjunto para no hacerse partidario ni dar con los escollos de la biografía personalista, pero sin dejar detrás el ser humano en su dimensión personal e individual cuando se inserta pertinentemente en el proceso.
Así es como se presenta a nosotros la concepción que Culleré esboza de su propio trabajo y nos ayuda a entender sus rumbos, sus desarrollos y sus objetivos.
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